lunes, 6 de junio de 2011

El blanqueo de las apropiaciones

Testimonios de abuelas.

La declaración de Irma Rojas volvió a plantear el vínculo del Movimiento Familiar Cristiano con el Ejército en la entrega de hijos de víctimas del terrorismo de Estado. También declararon Mirta Acuña de Baravalle y Angélica Chimeno.

 Por Alejandra Dandan

Empezó la semana de las abuelas. En el juicio oral por el plan sistemático de robo de bebés esta semana declararán varias Abuelas de Plaza de Mayo que hasta ahora no lo hicieron. Ayer lo hizo Irma Rojas, que recuperó a su nieta María Belén en julio de 2007. Su testimonio, plagado de intentos por recordar aquello que la memoria parece dispuesta a llevarse, reabrió la trama sobre el vínculo del Movimiento Familiar Cristiano con el Ejército, en la entrega y apropiación de los niños de las víctimas del terrorismo de Estado. También hablaron Mirta Acuña de Baravalle y Angélica Chimeno.

La nieta de Irma Rojas trabaja en la casa de las Abuelas de Plaza de Mayo de la provincia de Córdoba. El Movimiento Familiar Cristiano intervino en el blanqueo de esa adopción como parte de la tarea constante que mantuvo con el Ejército. El vínculo sobre el que aún trabajan los abogados de Abuelas incluyó una relación estable en la que el Ejército entregó a este sector de la Iglesia parte del trabajo de las apropiaciones-adopciones que ellos llevaban a cabo e incluía entrevistas con posibles adoptantes. Un vínculo que explica, por ejemplo, la presencia de monjas en centros clandestinos como Campo de Mayo.

Esos datos que Irma conoce o conoció en algún otro momento ayer no los recordó. Ella tiene más de 75 años, y ya en la Conadep declaró lo que sabía de lo que sucedió en los años de la dictadura con su hijo Horacio Altamiranda y su nuera Rosa Luján Taranto. Aquella vez dijo que estuvieron en El Vesubio, que su nuera estaba embarazada de siete meses cuando se la llevaron, pero ahora algo de su memoria le juega una mala pasada. Cuando la audiencia parecía terminada, la presidenta del Tribunal Oral Federal 6 descomprimió los nervios. María del Carmen Roqueta le dijo que la declaración estaba finalizando y le preguntó si todavía quería decir algo. En ese momento, cuando las presiones se fueron, Irma empezó a recordar. “La trasladaron del Vesubio a Campo de Mayo –explicó sobre su nuera–. Ya estaba descompuesta, la llevaron ahí, me dijeron que cuando volvió no sabía si había tenido una nena o un varón, pero me dijeron que dijo: ‘lo único que escuché es el llanto de mi hijo’.”

El hijo y la nuera de Irma eran militantes del ERP. “¿No sé si se puede decir?”, dijo cuando Roqueta le preguntó sobre la participación en alguna organización política detrás de un intento de identificación que parece parte del camino que se abre en los juicios para recuperar las historias políticas de los desaparecidos. “Estaban en el ERP –dijo Irma–, pero ahora si me preguntan qué es, yo no sé.”

Horacio y Rosa Luján tenían dos hijos pequeños y vivían en Florencio Varela. “A ellos los secuestraron el 13 de mayo de 1977 en su propio domicilio”, dijo Irma. “Yo me entero porque una vecina vino a mi casa con los dos chicos de mi hijo, pensé que se habían descompuesto.” Con su hijo y su nuera, la patota se llevó también a una hermana de Rosa Luján por unos días. “En ese momento yo no sabía qué pensar”, dijo Irma. “El 15 yo salgo a caminar por muchos lugares: hospitales, pregunto en comisarías; entonces me dijo una persona que estaba ahí: ‘¿Por qué no se va al Ejército?’. Voy a mi casa y mi marido me dijo: ‘Bueno, si vos querés, andá’, porque él trabajaba, yo también, pero abandono mi trabajo para buscar a mi hijo y mi nuera y hasta me he animado a entrar a los hospitales y preguntar en la morgue por cualquier motivo, por si habían tenido un accidente.”

En medio de esa búsqueda llegó alguna vez a Campo de Mayo con fotos de sus desaparecidos. Uno de los colimbas le aseguró que los había visto adentro, que no lo comprometiera, pero eso bastó para que ella volviera por lo menos tres veces. “Quiero que me digan la verdad”, le dijo a quien la atendió. “Quiero saber, lo que sea, si están mal, o no, lo que sea.”

Irma no supo dónde estuvieron hasta años después. “Unicamente puedo contar lo que caminé para buscarlos a ellos y nunca supe nada, hasta el día de hoy, ni siquiera puedo tener el cuerpo de ellos. Nada nada nada.” Durante una marcha con las Abuelas, se le acercó una sobreviviente de El Vesubio para decirle que había estado con Rosita; le habló del traslado a Campo de Mayo y del nacimiento de una niña. “También me acuerdo ahora de que esa chica me dijo algo, no sé si del Día del Padre, pero que en ese momento traen a todos los maridos y mi hijo, pobre, se pone a llorar, se arrodilla donde está ella para darle tres besos a la panza de mi nuera, diciendo: ‘Quiero que mi hijo nazca bien’.”

María Belén siempre supo que había sido adoptada. Alguna vez, mientras trabajaba a una cuadra de la casa de las Abuelas en Córdoba, se acercó a hacer una consulta pero no volvió más. Mientras tanto, avanzó una causa judicial en paralelo en Buenos Aires, instruida por María Romilda Servini de Cubría, que fue quien finalmente la llamó para que se extrajera sangre en el Banco Nacional de Datos Genéticos y luego presentó a abuela y nieta en el despacho. Irma está convencida de que la adopción se hizo de buena fe, pero todavía no entiende cómo es que la madre adoptiva de María Belén no se preguntó nada cuando le dijeron que la niña había nacido en Campo de Mayo. “Yo no sabía que era hija de desaparecidos”, le explicó Ana, aquella mujer. “Pero si a usted le dicen que la criatura viene de Campo de Mayo, ¿qué pensaba?”, dijo Irma. Pero ella insistió: “Yo no pensaba nada”.


Después de Irma, Mirta Acuña de Baravalle ocupó el lugar de los testigos y no paró de hablar desde que le hicieron la primera pregunta. Especialmente se detuvo en el absurdo, ese camino en el que las Abuelas se inventaban las formas de burlar a la represión para reunirse o se venían una y otra vez con jueces y representantes de la Iglesia que llegaron a decirle a Mirta, cuando ella habló del embarazo de su hija, que no fuera anticuada porque las jóvenes de hoy piensan en los abortos.

Ella jugaba al scrabel en la casa de San Martín con su hija y su yerno, el 27 de agosto de 1976. El que perdía cebaba mate. “Esos éramos los terroristas que buscaban”, dijo. Su hija no sólo estaba embarazada de cinco meses; ese día se hizo el último control médico con un obstetra que la había felicitado por cómo iba el embarazo. Después no tuvo más pistas. “Tomábamos un tren e íbamos buscando a ver dónde había distritos militares para ver dónde podía estar nuestro yerno, a ver qué pasaba.” Y dijo: “Viajábamos tanto a La Tablada, a Paso del Rey. No importaban los lugares, nosotras nos juntábamos donde podíamos y para que fuera bastante invisible nos encontrábamos en lugares muy lejanos, de alguna manera no estábamos todavía acostumbradas a eso de estar en lugares que no conocíamos, pero lo hacíamos sabiendo que podían dar su frutos esos encuentros”.

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